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El matrimonio católico es Cristo céntrico


 

El matrimonio católico es Cristo céntrico

 

Este hermoso tema suele ser estudiado en cursos prematrimoniales en la iglesia católica, por lo tanto, si usted tiene novia o tiene novio y piensa casarse puede estudiarlo desde ahora. 

Si ya es casado puede estudiarlo y refrescar y valorar lo que significa el matrimonio Cristocéntrico y los hijos. 

Comencemos: 

El matrimonio cristocéntrico en su esencia es una vocación, un llamado de Dios que nace desde el mismo amor trinitario, reflejado en la unión de dos personas que deciden convertirse en un reflejo del amor de Cristo. 

La Iglesia Católica, a lo largo de su historia, ha percibido esta unión no solo como un simple contrato o pacto social, sino como un misterio que participa en el mismo designio divino de la salvación. 

La unión matrimonial es vista como un eco del amor incondicional de Cristo por su Iglesia, esa entrega sacrificial que llegó a la cruz, donde la voluntad de amar se vuelve obediencia a la voluntad divina. 

Así, un matrimonio cristocéntrico, ese que coloca a Cristo en el centro, va mucho más allá de los límites humanos. 

Comprender el sentido profundo del matrimonio cristocéntrico requiere, primeramente, reconocer la dignidad de la persona y del amor. 

Este amor humano, que se ve exaltado en los escritos católicos, no es un sentimiento pasajero, ni tampoco un simple acuerdo de convivencia. 

Es un compromiso libre y consciente, donde la entrega de uno hacia el otro refleja la entrega absoluta de Cristo. 

Esta donación se entiende en los términos de sacrificio y servicio; el amor entre esposo y esposa es fecundo no solo en el sentido físico, sino también espiritual. 

Así, este amor abierto a la vida y la familia se convierte en un espacio en el que el matrimonio da testimonio de la vida misma de Cristo. 

En esta línea de pensamiento, el matrimonio cristocéntrico es una suerte de imitación del amor trinitario, en el que los cónyuges son llamados a ser uno, pero sin perder su individualidad, su propio ser, así como las personas de la Santísima Trinidad son una sola esencia en la diversidad de personas. 

Es aquí donde el sentido de entrega y sacrificio cobra vida, pues cada uno está llamado a abandonar sus propias limitaciones, sus egoísmos, y comprometerse a amar y servir al otro con una dedicación que no espera recompensa. 

Este compromiso no es fácil ni inmediato; requiere de una formación constante, de una vida de oración y de sacramentos, donde ambos cónyuges se fortalecen en Cristo. 

En el sacramento del matrimonio, reciben la gracia divina que les permite amar más allá de sus fuerzas naturales. 

Esta gracia es la que transforma sus corazones, permitiéndoles amarse con un amor purificado y constante. 

Aquí, la vida de oración se vuelve fundamental, no como una formalidad o un deber, sino como una necesidad real de permanecer unidos en Cristo, pues sin Él, el matrimonio pierde su fuerza, su horizonte, y su sentido último. 

En el matrimonio cristocéntrico, los cónyuges se convierten en compañeros de camino, en peregrinos que avanzan juntos hacia Dios. 

Este camino está lleno de alegrías y de pruebas, de gozos y de cruces, pero, al estar centrados en Cristo, cada paso adquiere un valor eterno. 

Los momentos de dificultad se convierten en oportunidades para crecer en la fe, para aprender a perdonar, a ser pacientes y misericordiosos, a semejanza de Cristo. 

En esta perspectiva, el perdón no es una concesión, sino un deber y una gracia, ya que el matrimonio es una constante oportunidad para renovar el amor y la entrega mutua. 

La Iglesia enseña que el perdón es esencial para mantener viva la relación, pues en la medida en que los cónyuges se perdonan, encuentran la paz y la renovación de su compromiso.

La fecundidad en el matrimonio cristocéntrico es otro aspecto fundamental, y no solo en el sentido de engendrar hijos, sino también en la construcción de una familia que sea un lugar de acogida, de amor y de transmisión de la fe. 

Los hijos son el fruto visible de este amor, pero también la relación misma, su capacidad de sostenerse, de animarse y de crecer en santidad, es un signo de la presencia de Dios en su unión. 

La fecundidad del matrimonio cristocéntrico es expansiva, porque el amor entre los esposos se irradia hacia los demás, siendo testimonio de la alegría de vivir una vida enraizada en Cristo. 

El matrimonio cristocéntrico no se sostiene solo en la fuerza de los cónyuges; es un matrimonio que depende de Dios, que confía en la providencia divina y que busca en todo momento ser fiel a su voluntad. 

No se trata de un ideal abstracto o inalcanzable, sino de una realidad cotidiana, de un esfuerzo continuo por buscar a Cristo en medio de la vida diaria, en las alegrías y en las dificultades. 

Este enfoque cristocéntrico implica, entonces, un amor inquebrantable que, aunque enfrentado con las tormentas de la vida, permanece firme, porque no se apoya en la fragilidad humana, sino en la roca firme de la fe. 

En cada acto de generosidad, de perdón, de comprensión, los esposos encuentran la oportunidad de hacer presente a Cristo en su vida y en la de los demás. 

Así, el matrimonio cristocéntrico se convierte en un pequeño cielo en la tierra, un anticipo del amor eterno que nos espera en la vida futura. 

La esperanza de la vida eterna se convierte en el horizonte que ilumina el amor matrimonial, dándole un sentido de eternidad que va más allá de la muerte. 

Los esposos se acompañan en el camino de la vida, conscientes de que su unión no es solo para esta vida, sino que tiene una proyección hacia la eternidad.

En este sentido, el matrimonio cristocéntrico es una escuela de santidad, donde ambos cónyuges se ayudan mutuamente a alcanzar la vida eterna, a través de su amor y de su fidelidad.

El matrimonio cristocéntrico, al estar enraizado en Cristo, se convierte en una vocación de amor y de servicio, en una misión de construir el reino de Dios en el mundo. 

Los esposos son llamados a ser testigos del amor de Cristo, a mostrar con su vida que el amor verdadero es posible y que la felicidad auténtica se encuentra en vivir conforme al plan de Dios. 

Los hijos en el matrimonio cristocéntrico 

En el matrimonio cristocéntrico, el pacto con Dios es mucho más que una simple promesa; es un acto de amor trascendente que se abre a la creación y educación de nuevos hijos en la fe, enraizados en la comunión de la Iglesia. 

Este compromiso, vivido con plena conciencia de su profunda vocación cristiana, lleva a los esposos a convertirse en co-creadores junto con Dios, trayendo al mundo a sus hijos como un don, un acto de amor incondicional que no se agota en la carne, sino que se proyecta hacia la eternidad. 

En esta unión, los hijos son no solo parte de una familia, sino que pasan a ser miembros de la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo. 

Esto es posible a través del bautismo, un sacramento que, en la visión cristocéntrica del matrimonio, se convierte en un sello imborrable de la pertenencia a Dios, una incorporación en la vida misma de Cristo. 

Este acto bautismal no es un mero rito ni una tradición heredada; es la afirmación más poderosa de la gracia divina que habita en el alma del niño, y es la primera gran ofrenda de los padres al fruto de su amor. 

Es común en la enseñanza de la Iglesia que el bautismo sea la puerta de entrada a la vida cristiana, y en este sentido, para los esposos comprometidos en un matrimonio cristocéntrico, bautizar a sus hijos desde pequeños es una de las primeras expresiones de su propio compromiso de fe y una manifestación concreta de su deseo de ofrecerles lo mejor de su herencia espiritual. 

Los padres cristianos no se limitan a darle a sus hijos solo la vida, sino que en su amor desean transmitirles una fe viva, la pertenencia a la Iglesia y la gracia de Dios desde el inicio. 

Esta comprensión profunda del bautismo como un acto de amor y responsabilidad parental es lo que diferencia la visión católica del matrimonio cristocéntrico: una visión donde los hijos se entienden como una extensión de la misión de los padres y como una prolongación del amor de Dios en la tierra. 

El bautismo de los hijos, cuando son presentados a Dios en la Iglesia, es una afirmación radical de que no son posesión exclusiva de los padres, sino que, en la fe, pertenecen también a la comunidad de los fieles. 

Los padres en esta entrega y consagración de sus hijos reconocen la soberanía de Dios sobre la vida misma, confiando a su pequeña criatura al amparo de una paternidad aún más grande y eterna. 

De esta manera, el acto de bautizar a un niño, en el contexto de un matrimonio cristocéntrico, no es solo un rito, sino una participación en el mismo misterio de la vida divina. 

La Iglesia enseña que este sacramento imprime un sello indeleble en el alma, y así los padres, en su amor y obediencia a Cristo, desean ardientemente que sus hijos no solo vivan, sino que lo hagan bajo la gracia de Dios, sellados por el Espíritu Santo. 

Este gesto de fe se convierte en la base sobre la cual los esposos cristianos fundan toda su educación y crianza. 

Desde el momento en que un hijo es bautizado, los padres asumen la responsabilidad de guiarlo en el conocimiento y el amor a Dios, enseñándole no solo con palabras, sino con el ejemplo de una vida entregada a Cristo. 

En el bautismo, el matrimonio cristocéntrico encuentra la más alta expresión de su fecundidad espiritual, pues los padres no se contentan con darles a sus hijos el alimento y el abrigo, sino que buscan nutrir también sus almas, llevándolos por el camino de la fe desde sus primeros días. 

Esto no significa que los padres impongan una fe sin libertad; más bien, les ofrecen la herencia más profunda y valiosa, introduciéndolos en la vida de la Iglesia, donde hallarán un sentido y una orientación para toda su vida. 

Es importante recordar que en la tradición católica, el bautismo infantil es entendido como un don inigualable de gracia, un acto de misericordia que libera al niño del pecado original, permitiéndole crecer bajo la protección de la gracia divina. 

La entrega de los hijos a Dios a través del bautismo es, en este sentido, una de las mayores expresiones de la confianza en su amor y misericordia. 

A través del agua y la palabra, el niño es sumergido en la muerte y resurrección de Cristo, una imagen poética y a la vez profundamente real de la entrada en una nueva vida. 

En el matrimonio cristocéntrico, los padres entienden que el bautismo es el inicio de una vida en comunión con Cristo y, como tal, buscan que sus hijos crezcan en esa relación desde el primer momento. 

No se trata, entonces, de esperar a que el niño crezca para “decidir”, sino de confiar en que la gracia del bautismo, actuando en su vida desde su infancia, lo guiará a descubrir a Cristo en su propio camino y lo preparará para responder con libertad y amor al llamado de Dios. 

Esta práctica de bautizar a los hijos desde bebés, tan criticados y mal interpretados en algunos círculos, revela en realidad una sabiduría antigua y profunda que la Iglesia ha conservado y transmitido a lo largo de los siglos. 

El bautismo, lejos de ser un acto impuesto, es un gesto de amor que refleja el deseo de los padres de que sus hijos pertenezcan plenamente a la familia de Dios. 

Al bautizar a un niño, los padres no están negando su libertad, sino que, al contrario, están poniéndolo en contacto con la fuente de toda verdadera libertad, con la vida divina que lo llama a ser plenamente él mismo en Cristo. 

En la perspectiva católica, el bautismo no es una limitación, sino una apertura, un acto que predispone al niño a recibir la gracia que le permitirá crecer en virtud, en sabiduría y en santidad. 

En este sentido, el matrimonio cristocéntrico es un compromiso que trasciende a los esposos mismos y se abre a una misión mucho mayor: la de formar una familia enraizada en la fe, una pequeña iglesia doméstica donde Cristo sea el centro y el motor de toda la vida. 

Los padres que comprenden esta misión bautizan a sus hijos no por tradición, sino como un acto de amor consciente y libre, deseando que sus vidas se desarrollen bajo la luz de Cristo y en comunión con la Iglesia. 

Esta perspectiva da al matrimonio una dimensión espiritual única, donde el amor de los padres por sus hijos es reflejo del amor de Dios, y el bautismo es el primer paso en este camino de gracia. 

Un matrimonio que bautiza a sus hijos desde pequeños se convierte en un verdadero testimonio de la fe cristiana, mostrando que el amor humano, cuando se vive en Dios, no solo crea vida, sino que también la guía hacia su destino eterno. 

Así, el bautismo en el contexto de un matrimonio cristocéntrico no solo es un derecho, sino un privilegio que los padres abrazan con gratitud y reverencia, sabiendo que en este sacramento Dios mismo se hace presente en la vida de su hijo, y ellos, como sus primeros guías espirituales, asumen la hermosa misión de conducirlo hacia Él.

 

LA CRUZ ANTES DE CRISTO Y HOY


 

LA CRUZ ANTES DE CRISTO Y HOY

 

El tema sobre el valor y significado de la cruz en la fe católica y su fundamento bíblico es un aspecto central y profundo que merece ser comprendido tanto por los creyentes como por aquellos que cuestionan su validez.

 

Muchos hermanos protestantes tienden a rechazar la cruz como símbolo sagrado, considerando que su uso es innecesario o incluso idolátrico; sin embargo, al reflexionar en las Escrituras, encontramos un significado intrínseco y profundo en la cruz que trasciende su forma física para hablar de la protección, salvación y fidelidad del pueblo de Dios.

 

Un ejemplo notable que encontramos en el Antiguo Testamento es el pasaje de Ezequiel 9:4-6, en el que Dios mismo manda a poner una señal en la frente de los hombres que se lamentan por la corrupción y pecado en Jerusalén.

 

Esta señal, que representa una cruz, marca a aquellos que están bajo el favor y la protección divina y tiene un poder simbólico que prefigura el sacrificio redentor de Cristo.

 

Este acto de marcar una cruz en la frente de los fieles sugiere ya un sello de identidad que los aparta y protege del castigo que se avecina sobre los impíos.

 

Esta escena recuerda el significado de "ser sellado" como alguien apartado y protegido por Dios, un concepto que el cristianismo primitivo y la Iglesia Católica ha mantenido como símbolo de la pertenencia a Cristo, quien murió en la cruz y nos redimió.

 

Es importante señalar que la cruz en este pasaje no es un objeto o un amuleto sin valor, sino un símbolo visible de aquellos que llevan en su corazón el sello de Dios y que se entristecen por el pecado y las injusticias. En el versículo 6, Dios decreta que todos serán castigados, excepto aquellos que llevan la señal de la cruz, una protección que prefigura la marca de los redimidos en Cristo.

 

Esta imagen poderosa se convierte en una profecía del significado profundo que la cruz tendría en el Nuevo Testamento, no como un simple objeto, sino como símbolo de redención y refugio en el plan de salvación.

 

Para los cristianos, la cruz adquiere su máxima expresión en la crucifixión de Jesucristo, en quien el símbolo se transforma en el medio de la redención.

 

La cruz en el Nuevo Testamento es, entonces, la actualización de lo que Ezequiel mostró en su visión: un signo que indica a quienes pertenecen a Dios y están bajo su protección.

 

La cruz, lejos de ser un símbolo idólatra o irrelevante, representa la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, y sigue siendo la señal visible de los que pertenecen al Redentor.

 

Cuando los católicos usan la cruz, ya sea en los altares, en sus iglesias o al hacer la señal de la cruz en la frente, pecho y hombros, están renovando su identidad como redimidos y sellados por Cristo, cumpliendo así con la imagen profética que Ezequiel transmitió.

 

La cruz, desde esta perspectiva, se convierte en un símbolo que sella a los cristianos como herederos de la promesa, y no simplemente como un objeto decorativo.

 

Para los católicos, la cruz es un recordatorio visible de la entrega total de Cristo, su amor y su salvación, al igual que un signo de la protección divina, tal como ocurrió en Ezequiel, cuando Dios apartó a aquellos con el signo en la frente del castigo.

 

Por lo tanto, la cruz tiene validez y es fundamental en la espiritualidad cristiana porque es el símbolo del amor redentor de Dios y el medio por el cual los fieles son reconocidos y protegidos.

 

El pasaje de Ezequiel no es un simple relato de una marca; es una imagen profética que cobra pleno significado con Cristo y que muestra que Dios ha usado símbolos visibles para manifestar su gracia y fidelidad.

 

Esta señal en la frente en tiempos antiguos no es algo casual, sino parte del plan de Dios para demostrar, desde la antigüedad, el poder de su sello en aquellos que se lamentan y gimen por su pecado y buscan la protección divina, un poder que se ve plenamente realizado en la cruz de Jesucristo.

 

Ahora veamos el texto bíblico del que nos hemos referido:

Ezequiel 9:4-6, Biblia de Jerusalén (1976):

“4- Y le dice Yahveh: 'Recorre la ciudad, recorre Jerusalén y marca con una cruz en la frente a los hombres que se lamentan y gimen por todas las abominaciones que en ella se cometen.'

 

5- Y a los otros les dijo a mi oído: 'Pasad tras él por la ciudad y herid.

 

No perdone vuestro ojo, no tengáis compasión.

 

6- Ancianos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres, matadlos hasta exterminarlos, pero no toquéis a ninguno de los que tengan la cruz. Comenzad por mi santuario.'

 

Comenzaron, pues, por los ancianos que estaban delante del Templo."

 Z ANTES DE CRISTO Y HOY:

 

El tema sobre el valor y significado de la cruz en la fe católica y su fundamento bíblico es un aspecto central y profundo que merece ser comprendido tanto por los creyentes como por aquellos que cuestionan su validez.

 

Muchos hermanos protestantes tienden a rechazar la cruz como símbolo sagrado, considerando que su uso es innecesario o incluso idolátrico; sin embargo, al reflexionar en las Escrituras, encontramos un significado intrínseco y profundo en la cruz que trasciende su forma física para hablar de la protección, salvación y fidelidad del pueblo de Dios.

 

Un ejemplo notable que encontramos en el Antiguo Testamento es el pasaje de Ezequiel 9:4-6, en el que Dios mismo manda a poner una señal en la frente de los hombres que se lamentan por la corrupción y pecado en Jerusalén.

 

Esta señal, que representa una cruz, marca a aquellos que están bajo el favor y la protección divina y tiene un poder simbólico que prefigura el sacrificio redentor de Cristo.

 

Este acto de marcar una cruz en la frente de los fieles sugiere ya un sello de identidad que los aparta y protege del castigo que se avecina sobre los impíos.

 

Esta escena recuerda el significado de "ser sellado" como alguien apartado y protegido por Dios, un concepto que el cristianismo primitivo y la Iglesia Católica ha mantenido como símbolo de la pertenencia a Cristo, quien murió en la cruz y nos redimió.

 

Es importante señalar que la cruz en este pasaje no es un objeto o un amuleto sin valor, sino un símbolo visible de aquellos que llevan en su corazón el sello de Dios y que se entristecen por el pecado y las injusticias. En el versículo 6, Dios decreta que todos serán castigados, excepto aquellos que llevan la señal de la cruz, una protección que prefigura la marca de los redimidos en Cristo.

 

Esta imagen poderosa se convierte en una profecía del significado profundo que la cruz tendría en el Nuevo Testamento, no como un simple objeto, sino como símbolo de redención y refugio en el plan de salvación.

 

Para los cristianos, la cruz adquiere su máxima expresión en la crucifixión de Jesucristo, en quien el símbolo se transforma en el medio de la redención.

 

La cruz en el Nuevo Testamento es, entonces, la actualización de lo que Ezequiel mostró en su visión: un signo que indica a quienes pertenecen a Dios y están bajo su protección.

 

La cruz, lejos de ser un símbolo idólatra o irrelevante, representa la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, y sigue siendo la señal visible de los que pertenecen al Redentor.

 

Cuando los católicos usan la cruz, ya sea en los altares, en sus iglesias o al hacer la señal de la cruz en la frente, pecho y hombros, están renovando su identidad como redimidos y sellados por Cristo, cumpliendo así con la imagen profética que Ezequiel transmitió.

 

La cruz, desde esta perspectiva, se convierte en un símbolo que sella a los cristianos como herederos de la promesa, y no simplemente como un objeto decorativo.

 

Para los católicos, la cruz es un recordatorio visible de la entrega total de Cristo, su amor y su salvación, al igual que un signo de la protección divina, tal como ocurrió en Ezequiel, cuando Dios apartó a aquellos con el signo en la frente del castigo.

 

Por lo tanto, la cruz tiene validez y es fundamental en la espiritualidad cristiana porque es el símbolo del amor redentor de Dios y el medio por el cual los fieles son reconocidos y protegidos.

 

El pasaje de Ezequiel no es un simple relato de una marca; es una imagen profética que cobra pleno significado con Cristo y que muestra que Dios ha usado símbolos visibles para manifestar su gracia y fidelidad.

 

Esta señal en la frente en tiempos antiguos no es algo casual, sino parte del plan de Dios para demostrar, desde la antigüedad, el poder de su sello en aquellos que se lamentan y gimen por su pecado y buscan la protección divina, un poder que se ve plenamente realizado en la cruz de Jesucristo.

 

Ahora veamos el texto bíblico del que nos hemos referido:

Ezequiel 9:4-6, Biblia de Jerusalén (1976):

“4- Y le dice Yahveh: 'Recorre la ciudad, recorre Jerusalén y marca con una cruz en la frente a los hombres que se lamentan y gimen por todas las abominaciones que en ella se cometen.'

 

5- Y a los otros les dijo a mi oído: 'Pasad tras él por la ciudad y herid.

 

No perdone vuestro ojo, no tengáis compasión.

 

6- Ancianos, jóvenes, doncellas, niños y mujeres, matadlos hasta exterminarlos, pero no toquéis a ninguno de los que tengan la cruz. Comenzad por mi santuario.'

 

Comenzaron, pues, por los ancianos que estaban delante del Templo."

 

LOS ARGUMENTOS IDÓLATRAS DE LOS PROTESTANTES SE CAEN AL SUELO



 

LOS ARGUMENTOS IDÓLATRAS DE LOS PROTESTANTES SE CAEN AL SUELO 

En los últimos años, ¡vaya sorpresa!, las estatuas y bustos de Martín Lutero se están vendiendo en Europa a un ritmo impresionante, especialmente en Alemania, donde los mismos protestantes han comenzado a colocar estas imágenes con orgullo. 

¡Y esto resulta irónico! 

Aquellos que durante siglos han levantado el dedo acusador hacia los católicos, señalando nuestras imágenes como “ídolos”, ahora llenan sus hogares con figuras de Lutero, ¡como si él mismo fuera una especie de santo! 

La contradicción es evidente, sobre todo para los protestantes latinoamericanos que tanto se han jactado de rechazar las imágenes. 

Ahora, al ver a sus hermanos europeos en este furor por las estatuas, se encuentran en una encrucijada incómoda. 

Durante generaciones han arremetido con discursos de "idólatras" y “adoradores de imágenes” contra los católicos, sin siquiera entender el concepto de idolatría que critican. 

Para ellos, cada escultura o retrato parece ser un "ídolo" de facto, algo "adorado". 

Sin embargo, al ver lo que sucede en Europa, este argumento comienza a derrumbarse como un castillo de naipes. 

La realidad es que la Iglesia Católica siempre ha tenido claro que las imágenes de santos no son ídolos.

 Un ídolo es aquello que se coloca en lugar de Dios, mientras que los santos, representados en esculturas y cuadros, son ejemplos de fe y devoción que nos inspiran, ¡no sustitutos de Dios! Pero, para los protestantes que insisten en que “toda imagen es un ídolo”, las recientes acciones de la iglesia luterana europea ahora los desarman. 

¿Qué excusa queda cuando, en sus propios hogares, resplandecen las figuras de bronce de Lutero?

Esta situación se vuelve hilarante: los protestantes latinoamericanos, que se han llenado la boca con discursos sobre la "idolatría católica", ahora deben aceptar que, en sus propias filas, el mercado de estatuas y bustos protestantes está en auge. 

Si el uso de imágenes es “idólatra”, ¿qué están haciendo ahora con las estatuas de Lutero? 

No hay escapatoria, la contradicción es evidente. 

La ironía no podría ser más evidente. 

¡Han quedado en ridículo! Su crítica de siglos contra los católicos solo ha servido para cavar su propia trampa. 

La interpretación de la Biblia que han hecho por cuenta propia los ha llevado demasiado lejos, al punto de ni siquiera coincidir con las prácticas de sus iglesias madres en Europa. 

Y así, una vez más, aquellos que atacan a la Iglesia Católica, terminan en el suelo, derrotados. 

Con cada busto y cada estatua de Lutero que se vende en el mercado, los católicos ganamos un round más en esta batalla que, a fin de cuentas, nunca hemos comenzado nosotros, sino que solo respondemos con la verdad y la coherencia de la fe auténtica.

 


El matrimonio católico es Cristo céntrico

  El matrimonio católico es Cristo céntrico   Este hermoso tema suele ser estudiado en cursos prematrimoniales en la iglesia católica, p...